domingo, 13 de diciembre de 2015

EUROPA, LA VIA ROMANA, de Rémi Brague

                         
                                     LA NATURALEZA DEL OBJETO REVELADO

       Lo que es revelado, en el cristianismo, no es un texto. En particular, no es un texto que sería en principio intraducible, por ser inimitable. Esto implica que toma una distancia respecto a otros pensamientos. Así, el Islam, sobre todo tras la solución de la crisis mutazilita con la afirmación del carácter no creado del Corán. O, también, determinadas interpretaciones fundamentalistas del principio "scriptura sola" en el protestantismo. El cristianismo no es una religión del libro. Es, ciertamente, una religión que tiene un libro, en este caso El libro, a saber, la Biblia. Ésta reúne en una indisoluble unidad el Antiguo Testamento y el Nuevo. Este último constituye una reinterpretación de la experiencia veterotestamentaria a partir del acontecimiento de Cristo.
      A pesar de todo esto, el objeto revelado no es en ningún caso el Nuevo Testamento. Ni siquiera el "mensaje", las palabras de Jesús. Es su persona entera: una personalidad humana, la libertad que anima, la acción en que se manifiesta y cuya totalidad constituye una vida. Ésta se concentra en el acontecimiento pascual, que se perpetúa en los sacramentos de la Iglesia.
       La Biblia es ciertamente palabra de Dios, pero no es la Palabra de Dios. Ésta es el Verbo encarnado y sólo él. En el cristianismo no hay un "libro de Dios". Consiguientemente, no hay lengua sagrada. Lo que se torna sagrado por la encarnación no es sino la humanidad misma. Cristo se presenta como un modo singular, único, de vivir la vida humana. La única "lengua" que sacraliza es la humanidad de todo hombre, a la que la encarnación confiere una dignidad inaudita.
       La consecuencia de todo esto es una forma de comprender la cultura. Las lenguas no son limadas y reducidas a una de ellas, supuestamente normativa. Se abren conjuntamente a un Verbo que no es ninguna de ellas. La encarnación del Verbo le hace traducirse a una infinidad de culturas: quedan abiertas las posibilidades de nuevas culturas y de nuevas traducciones, hasta el fin del mundo.
       Históricamente hablando, el nacimiento de Europa se halla directamente ligado a esta posibilidad: cuando, tras las grandes invasiones, los pueblos recién llegados solicitaron el bautismo, no se trató de pedirles que adoptasen una nueva lengua, más que para la liturgia. E incluso los misioneros venidos de Bizancio compusieron para los eslavos una liturgia en lengua vernácula. Las lenguas de los "bárbaros" fueron respetadas y consideradas dignas de acoger el Evangelio. Esto no aconteció sin resistencias por parte de los mantenedores del latín, pero el conflicto concluyó con la legitimación oficial de las lenguas vulgares mediante decisiones adoptadas al más alto nivel. Ésta se hizo patente en un esfuerzo de traducción de las Sagradas Escrituras en lengua vernácula, sobre todo allí donde ésta era muy lejana al latín: así fue, para el antiguo alemán, la concordancia de los evangelios de Otfrid, después de la traducción gótica de Wulfila; para el antiguo inglés, las traducciones del rey Alfredo el Grande; o para el eslavo, las de Cirilo y Metodio. La diversidad de las lenguas y, por tanto, de las culturas que constituye a Europa proviene de ahí. Y cabe apuntar aquí que esta política lingüística se prosiguió fuera de las fronteras de Europa cuando los misioneros que venían de ella se dedicaron a redactar gramáticas y diccionarios de las lenguas a cuyos hablantes querían evangelizar.
        Recíprocamente, nunca se trató para los cristianos de rechazar continuada o seriamente las literaturas antiguas, que sin embargo transmitían representaciones paganas. Sus obras maestras fueron conservadas, lo cual, como hemos visto, permitió esa ininterrumpida serie de "Renacimientos" que constituye la historia de la cultura europea.

                                     LA ENTRADA DE DIOS EN LA CARNE

       La idea de creación por un Dios bueno tiene como consecuencia una tesis sobre la naturaleza y la dignidad de lo sensible: las realidades sensibles son en sí buenas. Son dignas de admiración y respeto. Es su dignidad misma, y no una presunta maldad de su naturaleza, la que impone el deber de hacer buen uso de ellas. La cultura europea lleva el sello de lo que se podría llamar, exagerando un poco, la santidad de lo sensible. El cristianismo, de manera general, se ha puesto en contra de la gnosis y del maniqueísmo, del mismo lado que la corriente dominante de la filosofía antigua, representada por Alejandro de Licópolis y sobre todo por Plotino.
       Pero Plotino niega la encarnación y la salvación del cuerpo: una resurrección con el cuerpo será vana; la verdadera "resurrección" ha de ser una liberación del cuerpo. Los filósofos de la Antigüedad tardía reprocharán, así, a los cristianos su "pasión por el cuerpo". Se fundan, pues, ante todo, para afirmar la bondad del mundo, en la belleza y el orden del cosmos. El cristianismo, en cambio, se funda en la venida del Verbo de Dios en la carne de Jesús. Aquello cuya bondad se afirma es, pues, menos la naturaleza en cuanto tal, que en lo que en la naturaleza es personalizado en el cuerpo humano. La Iglesia todavía indivisa aplicó este modo de ver al afirmar, por ejemplo contra el catarismo, la bondad fundamental de la criatura, y en particular de la criatura corporal. Para el cristianismo, en general, la encarnación da a la humanidad una dignidad que es la misma de Dios. Precisa, en efecto, la idea creación a imagen de Dios afirmada en el Génesis (1, 26): lo que en el hombre es imagen de Dios no es una de sus facultades, la inteligencia, por ejemplo, lo cual lleva a hacer que varíe la humanidad del hombre en razón directa de su inteligencia y a negarla al hombre estúpido. La imagen de Dios en el hombre es su humanidad en su integralidad. Lo que en el hombre es asumido por la divinidad llega hasta la dimensión carnal de la persona: la encarnación va hasta el final, hasta lo más bajo, hasta el cuerpo. Dios ha tomado cuerpo y se dirige al cuerpo. El cuerpo humano accede así a un destino inaudito, puesto que está llamado a resucitar. Tal destino hace del cuerpo objeto de un gran respeto, del respeto que se tiene por aquello a lo que Dios se ha ligado de manera irrevocable.

 

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